Dormía plácidamente aquella mañana, siquiera recuerdo qué soñaba, pero una derivación de ponies pintados con lápices pasteles y nubes incoherentes. Escuchó un ruido a la distancia, muy lejos. Se va incrementando. Me deja atento intentando descifrar el sonido. Lo conozco, sé que lo escucho a menudo. El alarido es cada vez más fuerte y tiene ritmo… ¡el teléfono! Fin a mi rebaño de ponies.Por inercia tiro con fuerza desmedida la ropa de cama y apoyo mis pies en el frío piso de madera de la habitación. Ubico, aún con la vista nublada, el ruidoso aparato. Con torpeza levanto con mi entumida mano derecha el auricular.
- ¿Aló?
- ¿Te desperté, cierto? —suena una cómplice risa, como si estuviera planeado el acto—.
- Sí —con un molesto tono, siquiera sin preocuparme de quién era aquel persona al otro lado de la línea—.
- ¿Arruiné algún lindo sueño? —ríe con malicia, confirmando lo premeditado de la acción—.
- La verdad es que sí…Un momento ¿Quién es?
- ¡Ahora ya no me reconoces!
Se produce un silencio, mientras intentaba que mis pupilas enfocaran con nitidez, intentaba reconocer el color de esa voz. Sabía que la había oído antes, pero era como mi computador, aún procesaba el antivirus antes de poder iniciar sesión. Seguramente mis cejas formaban una arrugada eme, tanto que McDonald’s me demandaría por el uso de su logotipo. Una conexión entre neuronas espaviladas y tenía indicio de quién podría ser aquel sujeto que me hablaba por fibra óptica.
- ¿No puedes ser tú? ¿Después de meses llamas un día temprano y más encima me despiertas?
- ¿Cuál sería el pecado en eso?
- Tú conoces esa respuesta mejor que yo —por fin lograba hablar con astucia—.
- Lo sé… ¡Qué lindo tu pijama! ¿Es ese de cuadritos, cierto?
- ¿Sabes? Es temprano, tengo frío, me despertaste y no tengo ganas de hablar contigo ahora.
- ¿Después querrás?
- Adiós.
- Mira por la ventana.
- Si sé que está lloviendo.
- Pensé que ya habías despertado —incitando la discusión—.
Otro sonido, ahora ya completamente conciente, despierto y entumido por el gélido aire matinal de la casa. Lo reconozco sin dejar que el cronómetro inicie… ¡el timbre! Dejé el auricular sobre el escritorio, que jamás es ocupado como tal. Total, no era una persona grata que me interesara continuar parlando.
¿Quién podrá ser? Seguramente algún amigo que busca a mi papá. Me detengo en el umbral de la puerta. Odié mi indumentaria, el pijama es una prenda a base de franela, algodón y alguna otra composición que abriga, pero definitivamente no es lo indicado para ir a abrir la puerta. Mi pelo debe estar revuelto y mis labios hinchados, como suelo despertar. Ya, filo. No iré a ponerme bata para estar “decente” para el atinado que se le ocurre tocar el timbre cuando sólo yo puedo ir a atender. Cogí la manilla dorada de la puerta y giré.
Abrí mirando hacia el suelo, y una mano envuelta en un suave guante de polar me tomó del mentón y levantó mi cara. Inmóvil y con mis ojos en un círculo perfecto, se coló por mis tímpanos un expectante: “Hola, dime que te sorprendí”.
(continuará)




