lunes, agosto 11, 2008

21: Piel

Queridísimo René:

Es heavy cumplir 21 años. Primero que todo, porque es la mayoría de edad mundial, después porque es el segundo año fuera del rango de los teenagers, y toda la culpa por comportarte, vestirte e intentar pensar como uno. Es cierto, no quieres veinte, ni veintiuno, ni diecinueve…por ti, volverías a los diecisiete encantado. No, no tienes un complejo de edad como Madonna, ni tampoco ando buscando arrugas donde con suerte existen ligamentos. No cambiarías tus salidas bailables por ahí por conversaciones sobre rock nacional en algún pub (lo siento, pero sí eres prejuicioso con los adolescentes, también lo eres con los veinteañeros). Simplemente, la vida pasada más que ser “mejor”, fue más sencilla.

Tienes 21 años y te cuesta asumir las responsabilidades que te desagradan. Sólo quieres ejercer tu voluntad a cabalidad. Querido niño, no siempre obtendrás lo que quieras (las madres son sabias). Sí, puede ser un complejo de Peter Pan…no obstante, no quieres volar con Wendy y una hada chillona de nombre Campanita. Quieres seguir volando como aprendiste a hacerlo, alguna vez, en algún tiempo, en algún lugar que no siempre quieres recordar. De hecho, tal vez nunca has dejado de volar, simplemente que con cada año que pasa, sientes que las alas pierden plumas, y tal vez no es un cambio de pelaje, sino un indicio que es tiempo de dejar de volar y comenzar a pisar firme.

Has tomado cosas en el camino: útiles, inútiles, desechables. Más que un desteñido y pegote jeans, siempre pones adelante los que han quedado: las personas que acompañan en momentos como este, las que no lo hacen, las que estuvieron, las que podrían hacerlo y las que no les interesa estar. Para bien o mal, tienes buena memoria…tanta, que recuerdas cada instante donde significaste personalmente una escena.

Se esperan cosas significativas, y esperan cosas conmemorativas. No haré alarde en esta especie de discurso de Thanksgiving Day por tu adorado cabello u algún referente externo. Aquí me pongo más serio y simplemente se me viene a la mente dos palabras: amigos, yo. El resto…lo acabó de decir.

Hace poco, un muy buen amigo te preguntó: “¿cuál crees que es tu misión en el mundo?”. No oraban ni pedían a alguna deidad por la salvación de nuestras almas. No pensaste mucho y respondiste: “para estar para quienes quiero y estimo”. No, no te consideras la reencarnación de alguna sor extranjera, tampoco haces mérito para un Nobel, tan sólo intentas ser espontáneo. Y esa es la gran crítica de quienes te conocen bastante: que el plano mío esté bajo capas.

Para mí, fuera de la sutilidad o ternura en sus palabras…es un reto, y muy coherente: “Ocúpate de ti mismo”. No es que no lo practiques, pero en eso Libra no te acompaña.

Explayándome acerca de conocer ¿Quiénes lo hacen? ¿Quiénes lo han hecho? ¿Quiénes lo harán? Aquí, otra pifia…y una bien discutida con algunos. “Secreta intimidad que llevo dentro” con un restringido paso para pocos. Lo reconoces y no tengo mayor empacho en describirlo: eres desconfiado de las personas. No pones pruebas cual Monte Everest para quienes intentan ganarse algún afecto, tan sólo eres demasiado propenso a observar y después arriesgarte a intentar un tipo de relación social.

Dilemáticamente: te conoces y te encantas. Muchas veces concluyes que eres “mediocre” o “del promedio”, sin embargo, por dentro escondes esa corona que te ganaste alguna vez y amas lustrar para notar su brillo.

En definitiva, eres un pendejo caprichoso, amable, testarudo, concreto, con muchas ganas de ser objetivo y con muchas ganas de perder el control. Actualmente, una persona con un desenfocado y poco creíble pasado, un tranquilo presente (y los ánimos) de un prometedor futuro. Un pequeño bailarín que de modo tímido se contornea a los ritmos, a los propios y a los ajenos, pero que siempre inventa u conoce la coreografía.

Para ti, sólo me resta desearte lo mejor y alegrarme por quienes te rodean. Es tu criterio, y en él confío. Al igual que exponerte de esta forma.

Muy feliz cumpleaños.

René.

En un frío despertar (14va parte)

- ¿Qué quieres? —irónicamente y con sensación de asco en el estómago…no daba crédito que lo tenía al frente—.
- O sea. Hola ¿Cómo estás? Yo estoy bien. Que bueno verte ahora, luego de tres meses y de muchas llamadas y mails ¿Los notaste? —definitivamente el sarcasmo estaba de moda, con una deslumbrante sonrisa y ojos aguamarina—.
- Bien por ti, yo estoy bien. Cuídate, adiós —terminé con una sonrisa incómoda y salí de su primer plano—.

Sólo quería encontrar a Roxana y salir de ese lugar. No soportaba su presencia, más que todo, por la incomodidad de tenerlo cerca en un espacio tan reducido. Demasiado incomodidad para soportar, y demasiado cinismo con el cual cargar para compartir un evento con él. Todavía no estaba capacitado para soportar a Alan y una plática de “aquí no sucedió mucho, hablemos de la vida”, sólo sabía que podría con él en un futuro no lejano…me conocía muy bien en ese aspecto.

Busqué entre los distintos grupos a mi amiga, pero parecía que la ansiedad me cegaba. Di algunas vueltas por las estancias del apartamento, rogando que él se hubiera mantenido en la terraza. Me percaté que alguien salía de una puerta.

- ¡Roxana, debemos irnos! —suplicando y con cara de aflicción—.
- ¿Qué pasó? —muy extrañada, voz de miedo—.
- Alan está aquí —me resigné ante la calma inminente para no causar escándalo en propiedad ajena —.
- No puede ser…Ya, invento algo y nos vamos al tiro. Espérame en la salida del departamento.
- Gracias.


Me dejó en el umbral de ese pasillo y comenzó a buscar al festejado para inventarle quizás qué excusa: un familiar en la clínica, un gato en el veterinario, en fin, sólo deseaba salir de ahí. Decidí tomar algo para calmar los nervios presentes, así que en un acto fuera de todo protocolo, me dirigí a la cocina a husmear alguna muestra con grado alcohólico superior a veinte. Pasaba entre la gente con complaciente mirada, evitando chocar tanto los hombros con ellos por mi apuro camuflado tras mi expuesta dentadura.

Al fin encontré la cocina, en el mismo corredor que daba hacia la escapatoria de ese recinto. Entré y dejé centímetros de overtura en esa negra puerta. La estancia asimilaba tanta luz, por todos los tonos claros en muebles, cerámica, pintura e iluminación. Abrí el impecable refrigerador sin imanes alusivos a compañías de gases u comida rápida, y encontré una botella de sidra, seguramente un regalo para el cumpleañero. No dubité, y con mi mano izquierda la retiré del compartimiento sobre el cual residía. Sosteniéndola, busqué entre los cajones un sacacorchos. Buena fortuna al encontrar uno en el segundo compartimiento del estante. Unas maniobras más, y ya tenía la copa que encontré en el lavaplatos llena de un líquido ligeramente amarillo. Acerqué el borde del vaso al borde de mi boca, y tragué un poco. Delicioso tónico para este delirio.

La puerta de la cocina se abría y dejaba pasar una pequeña corriente de aire y a Alan, quien seguía sosteniendo su copa de vino tinto en la mano derecha.

- ¿Dónde te habías metido? —una mirada cómplice, mientras con su izquierda agarró la manilla dorada y cerró discretamente la puerta, para luego poner el seguro en la misma—.
- Sólo vine por algo para tomar. Ya me voy, de todos modos —la indiferencia total—.
- No permitiré eso sin antes…

Comenzó a caminar hasta quedar, en una nueva oportunidad, con nuestras caras a centímetros. Yo estaba quieto, sosteniendo mi trago, esperando su acción. Acercó más su boca, y me besó. No respondí ni a su gesto ni a su intento de provocarme la reacción.

Despegó sus labios de los míos, sonrío. Sus ojos destellaban, como los de un niño que comete una travesura.

- Te quiero y debes perdonarme —ahora la sinceridad está en boga, no podía negar que sonaba tan honesto—.
- No esperaba esto —perplejo, parecía que me hubieran quitado el alma en ese acercamiento. Tanto que no dije nada más por unos instantes—.
- ¿Te pasa algo? —preocupado, con sus cejas arrugadas y las pupilas grandes—.
- Pasa que… —alcé mi sidra y sonreí ampliamente, como la ocasión lo ameritaba— quiero brindar.
- ¿Por qué vamos a brindar?
—feliz y radiante como la cocina—.
- Brindo…porque no me pasa nada —estrellé mi copa sutilmente con la suya, escuché el chocar de los vidrios, lo miré fijamente y después tomé todo el líquido con rapidez, sin perder su vista de la mía—.
- ¿Ah? —ahora alguien más estaba perplejo y confuso—.
- Lo que oíste…no me pasa nada…contigo —volví a mostrar mis dientes con los labios curvados—.
- ¿Me vas a decir “adiós”? —incrédulo, con las cejas casi en los inicios de sus cabellos—.
- Yo sí digo adiós…

Estiré el brazo izquierdo que sostenía la copa vacía, para dejarla sobre el mesón del lugar. Roté horizontalmente y pasé por el espacio entre Alan y un mueble, moví el dorado cerrojo de la manilla y abrí la puerta para cerrarla desde el otro lado. Levanté la vista y estaba Roxana esperando con rastros de angustia.

- ¿Está todo bien?
- Todo bien, amiga. Todo bien —tranquila y concreta voz—.
- ¿Nos vamos? —aún inquieta—.
- Sí, al menos yo no tengo nada que hacer aquí —le tomé la mano que no sostenía la cartera, y entrelacé sus dedos con los míos—.
- Vámonos —ella relajó las facciones—.

Caminamos al ascensor y esperamos mientras este subía al piso 22.

- ¡No me despedí del cumpleañero! —sobresaltado, la miré—.
- No te preocupes, él es de lo más relajado. Aparte, ahora nos vamos “afligidos” a ver a tu tío en el hospital —soltó una carcajada contagiosa—.
- Me besó…en la cocina —tragué saliva para esperar un alegato por haberme dejado—.
- ¿Y?
- Nada, nada de nada.
- Alan es amigo del hermano del dueño del departamento.

- Alan es amigo del estuco en la puerta de su auto —volvimos a reír—.

Avanzando desde el portal del edificio hasta la avenida, aún tomados de la mano para esperar al taxi que nos albergaba en esta fría noche.

- Te odio, me puse tacos por nada.
- Sí, igual noté te tiritaban las canillas —achicando los ojos y en tono burlón—.
- Desgraciado —otra risa más—.

Durante el trayecto, aparte de notar la cansada mirada del taxista, sólo daba vueltas a lo sucedido. Nada me ocurrió. ¿Superación completa? Al menos, una tajada de la torta lo suficientemente grande como para dejar satisfecho un estómago exigente. Sin duda, ejercía la consecuencia: tanto la socialmente aceptada, como la que me surgía. No sentía que estaba censurando algo, pues estaba tranquilo, le daría un par de vueltas más al asunto…pero volvería a la conclusión inicial y espontánea: Alan y yo no son nada. Mi bomba vuelve a latir sin exhalar un nombre.

- Damián, Damián, despierta —Roxana me agitaba con suavidad—
- ¿Me quedé dormido? —analizando el lugar en que me encontraba: apoyando la cabeza en la ventana de un taxi—.
- Sí. Oye, bájate. Estamos en tu casa.
- Ya —me espabilé y agarré la manilla para abrir la puerta. Ya afuera del automóvil, me paré a un costado de este.
- ¿Quieres que me quedé contigo? —el viento me terminó de despertar y me percaté de lo preocupada cara de mi amiga desde dentro del vehículo—.
- No, gracias —le sonreí con ternura— ¿Cuánto salió el viaje?
- Para ti: un almuerzo con comida china —a pesar de la opacidad de la noche, noté el cariño en sus ojos—.
- Gracias, Roxana. De verdad, muchas gracias —me incliné y le di el beso en su posicionada mejilla—.
- ¿Estarás bien?
- Obvio, tengo a gente como tú y me tengo a mí. Sobreviviré…y viviré. Lo hago hace mucho —clavé mi vista en ella, sé que me cree, pero ahora debía reafírmalo—.
- Ya, entra a tu casa que hace mucho frío. Hablamos.
- Cuídate, hablamos.


Ella cerró la puerta, transcurrieron un par de segundos y el auto arrancó. Mientras lo observaba alejarse por la calle, suspiré y murmuré con tranquilidad: “viviré…lo hago hace mucho”. Sonreí y busqué las llaves de mi hogar.

sábado, agosto 09, 2008

En un frío despertar (13va parte)

Amaneció. Amanecí. Abrí con dificultad los ojos, los sentía enormes. Miré el techo blanco de la habitación, y luego me moví un poco para correr con una mano la cortina, necesitaba ver que brillaba un potente sol. Me enceguecí por instantes y la cerré. Me espabilé, abrí la ropa de cama y puse mis pies en el piso. Enderezado agarré mi teléfono móvil y lo prendí. Unos momentos y me llegó la alerta de llamadas perdidas: casi todas de él, una de Jaime y otras de amigos. Parecía que algo alertó al mundo que volvía a llorar con inicial A. Dejé el celular en uno de los bolsillos del camisón del pijama y suspiré. Aquí vamos, de nuevo, el inicio de una nueva rehabilitación.

Me giré, di dos pasos a la izquierda y me observé frente al espejo. Me detuve en mi rostro. Demacrado. Los globos oculares y la boca hinchados, a pesar de la calidad de la luz de la pieza, noté el camino de las lágrimas a través de las mejillas. Otro suspiro y moví mi cabeza en señal de negación por lo que me permití de nuevo.

Me instalé frente a la cabecera de la cama, la desplacé y retiré todas las cubiertas. No quería seguir teniendo su olor en ellas, eso al menos lo podía quitar con mucho detergente. De mi interior, ni con aguarrás podía eliminar de momento los rayones de su plumón permanente. Tomé de un extremo el conjunto de frazadas y sábanas con la mano izquierda, y en la puerta de la habitación, cogí la ropa mojada con la derecha y la levanté. Avancé por el pasillo y bajé la escalera arrastrando las telas. Llegué al cuarto del lavado, las separé en similitud de colores, para terminar depositándolas en la lavadora. Mucho detergente, pulsar unos botones y comenzaba a escuchar el sonido del agua cayendo sobre ellas.

Observé que el camisón que usaba. Se había mojado por las prendas humedecidas que cargué, aunque mi atención recayó en los puntos sobre él. Estaba llorando y no lo notaba. Inspiré, me pasé los dedos por los párpados y me grité en voz alta: “no más”. Sabía que no cumpliría, pero alguien debía intentar rectificarme, aunque fuera yo mismo. Tenía vergüenza de contar a mis amigos lo sucedido, aceptar que después de todo y las decenas de conversaciones en que planeamos la muerte de Alan por hacerme sufrir…yo voluntariamente salté al fuego para que me devorara. Siquiera tenía suficiente ceso para pensar en mí, por lo que decidí cambiar el tema que ocupara mi mente.

Caminé hacia el comedor. Seguía ahí la enorme poza de agua sobre la mesa, y las rosas sangrantes dispersas por el piso con una alfombra mojada. Él es tan imbécil, yo soy tan imbécil. Redimido por un ramo de rosas, un beso y palabras suspicaces, calientes y con aroma a verdad. Definitivamente mis sentidos no estaban operando a mi favor en el instante que accedí a todo esto. Sentí que por cada tallo que cogía, era una burla por mi ingenuidad siempre negada. Armé nuevamente el ramo y avancé raudo hasta el basurero de la cocina, pisé el pedestal de este y ahí terminaron esas espinas…las otras, no tenía idea de cuándo podría arrancarlas.

Tres meses y medio después me encontraba dirigiéndome a la universidad. Debía y había continuado, con torpeza, llanto y dubitaciones…pero continuado al fin y al cabo. El primer mes fue terrible, mucha lluvia y nubes altas profundamente grisáceas, a pesar que el clima se comportó mezquino y no fue del todo solidario al manifestar también un poco de esta. Al menos cinco de los siete días de la semana recibía llamadas a mi celular de él. Jamás las contesté, no quise siquiera escuchar su voz. También decenas de mails, que fueron decayendo en su extensión. Comenzó por echarse toda la culpa, de que yo era un gran tipo, que no lo supo apreciar, etcéteras y etcéteras que sin mis respuestas terminaron el último correo electrónico con “lo entendí y me cansé, no te buscaré más”.

Un día salía apresurado a una junta con una amiga, cuando cerré la puerta y me topé con su blanco vehículo, y la puerta que rayé con algo parecido a pasta muro. Sólo le pegué una mirada de desprecio, que entendió bajo sus oscuras gafas. Caminé hasta el Metro, sabiendo que él conducía a 20 kilómetros por hora para seguirme el paso. Si se hubiera bajado del automóvil, tal vez me permitiría emitirle alguna palabra. Afortunadamente, no lo hizo y sólo ocurrió una vez este hecho.

Contarles a mis amigos no fue agradable. Obligado a escuchar la innegable verdad en sus sermones. Aceptar ante cada uno de ellos mi error y mi inconsecuencia, y nuevamente, crucificar a Alan como un Jesús que murió más de seis veces en la misma semana. Definitivamente, concluí con todos que fue una falla con mayúsculas, pero siempre superada por la falla que representa él mismo.

Pero retomé los bríos, luego de las más de cien mañanas en que desperté y simplemente continúe… obviamente, enterrar su recuerdo en un cementerio fue tan difícil y tuvo dilemas como abrirle la puerta aquella fría mañana. Aunque actualmente, es parte de mi currículum de desaciertos, de mis objetos de llanto, de mis cariños no correspondidos, de mi errático corazón. “Seguir adelante” ha sido la consigna, y al menos, tengo tranquilidad y un camino firme a la felicidad sin tomarle la mano a nadie, pues Tomás Moro y Utopía no están en mi biblioteca actual. Seguía vivo, intentando perder el trauma a conocer a otra persona y repetir algo similar a él y mis intentos de desclavarlo con otro.

Roxana, en un intento de seguir con mi tratamiento de despeje, el cual ya incluía muchas películas, salidas a caminar, conversaciones y bailes en discoteques; me ofreció ir al cumpleaños de un conocido de su trabajo de cocinera en un restaurante. Acepté, era sábado por la noche y no tenía mejor panorama que oír algo de música y esperar a Morfeo.

Habrá gente linda” salió de una pícara sonrisa cuando me contó por teléfono. Me arreglé para la ocasión, todo bajo su atenta mirada. Jeans azules, camisa blanca, zapatos oscuros y chaqueta negra, con un merlot de cepa prestigiosamente cara como accesorio para quedar bien ante el festejado. Mi amiga deslumbrante en falda marrón y tímidos tacones para estilizarla. Un indicio de que no era cualquier celebración, aparte del hecho de que se encontraría su jefe entre los asistentes.

Entramos al adornado departamento, ubicado en los altos suburbios de la cuidad. Nos recibió el festejado, los protocolares saludos y entrega del presente. Avanzamos por un oscuro pasillo al living. Saludamos a todos, Roxana se despegó para ir a saludar a sus compañeros, cuando yo me senté en un espacio del sillón plomizo. Observaba la decoración hindú del lugar, la cual ostentaba más de un viaje intercontinental. Giré el cuello para mirar hacia la terraza, por la altura, la vista debía ser bella. Noté una figura de alguien inclinado, seguramente fumando. Volteó y con ello mi percepción de armonía del territorio. Alan con un cigarro en la mano izquierda y una copa de vino tinto en la otra.

Apuesto que su cara desfigurada por la impresión al verme sentado ahí supero la mía. Se acercó rápidamente, tanto que tropezó un poco con el soporte en el piso del ventanal y derramo algo de licor en la alfombra. Ambos soltamos una sonrisa por el hecho. Me paré, para buscar a mi amiga y huir. Pero él me detuvo con “espera”.

(continuará)