domingo, julio 20, 2008

En un frío despertar (12va parte)

Mojé el piso de cerámica clara con mis saladas y amargas lágrimas. Me decidí soltar de la perilla. Caminé por el pasillo, de vuelta hacia el ascensor. Pulsé la flecha hacia arriba. La metálica puerta se abrió de inmediato, parecía que me estaba esperando; o que tal vez, nunca se movió de ahí porque sabía que saldría rápido.

Dentro de él, presioné el uno y escuché un: “¡Damián!”. Recién ahí levanté mi vista para ver su reflejo en el espejo del ascensor. Con los ojos inmensos, demasiadas nubes en mis ojos para distinguir, seguramente, el aguamarina de su perdón. Y se cerró la puerta, dejándolo frente a la de su departamento con los brazos caídos y en ropa interior. Yo me observé: seguía impecable, excepto por los contornos del agua a lo largo de mi rostro.

Un sonido, primer piso. Salí del edificio. Mirando alrededor noté su auto, volví a derramar agua. Furia, furia y más furia. Me acerqué hacia el blanco vehículo con determinación. Frente a la ventana del piloto, miré dentro. Me distrajo la parpadeante roja de la alarma a un lado del volante. Metí mi mano izquierda en un bolsillo de la parka y saqué mis llaves. Un poco de resentimiento más y ya había rayado “Maricón” con letras grandes y rectas en la puerta de su transporte, con el filo de la que abría la puerta de mi hogar.

Observaba con dicha mi obra cuando un “¡Oiga!” me reactivó. Era una voz algo envejecida, giré y noté al rechoncho guardia a metros míos. Con su pelo y bigote canosos y el signo de interrogación incrustado en la cara. Reí nerviosamente un poco y sólo pude contestar con “Se lo merece”. Su expresión cambió a una de impresión, seguramente mis facciones develaban lo devastado de mí o tal vez todo le parecía un hecho incoherente del que no quería sacar conclusiones. Guardé mis llaves.

Emprendí la marcha de nuevo. Pasé por lado del guardia y de la entrada al condominio. Ya había oscurecido el día casi por completo. Me instalé el reproductor, comenzó la música y comencé a correr. Corrí, corrí. Me quería alejar de él, de su recuerdo, de su mala jugada, de mi mala creencia. Mi pelo se agitaba por la velocidad, se hacía imperceptible mi llanto, no distinguía si las gotas en mi rostro eran mías o del cielo. Pisaba cada posa en mi camino, no me importaba chapotear, mojarme o salpicar. Sólo quería llegar luego a la estación de Metro y a mi hogar.

Nuevamente: boletería, andén, vagón. Ahora, sólo contemplaba el piso porque no quería ver la cara de nadie, no quería el juicio de mi idiotez ni la lástima por mi caída. Observé con tristeza como estaban mojadas mis zapatillas y los bordes de mi pantalón negro. Lloré discretamente en la esquina de ese vagón, me sentí tan estúpido y a la vez patético por hacerlo.

Salí de la estación. Llovía con potencia. Las gotas parecían rebotar al chocar contra el piso. En instantes estaba empapado por completo y con armonías en mi oreja hablando burlonamente de amor y encantos. Mi paso era tranquilo, la lluvia ya no era nada de que refugiarme. Terminó mi llanto a tres cuadras de mi casa, en la solitaria calle.

Estaba insertando la llave en la puerta cuando sentí un bocinazo y luces amarillas me alumbraban. Volteé sobresaltado. Alan al volante de su automóvil. Yo inmóvil, seguramente con mis pupilas bien dilatadas por la luz que apenas hacía distinguir su rostro entre la espesa lluvia. Aún sosteniendo la manilla de la puerta y sujetando la llave. Se bajó del auto, y volví a ver mi mensaje demarcado en aquella pintura.

- ¡Perdóname…por favor…perdóname! —una sincera voz y un mojado cuerpo, ahora, vestido— La cagué, lo reconozco ¡Soy un weón idiota! —la potencia de su enunciado frustrado por el ruido del aguacero— ¡Te quiero!
- Si tanto lo haces, por favor, respeta esto: ¡no me busques más! —un lánguida tono y abrí la puerta—.

Cerré y emití un largo suspiro al estar por fin en mi refugio. Busqué en la penumbra el interruptor de la sala, lo encendí y me hallé frente sus flores. Ahí, al centro de la mesa, majestuosas. Di pasos hacia ellas, alcé mi brazo derecho y de un golpe las boté. Volaron y cayeron al alfombrado piso en varios grupos, esparcidas como trozos, como estaba mi integridad: partida en trozos. Los dejé ahí, con el agua chorreando desde un borde de la mesa.

Crucé el comedor, subía por la escalera y escuché un knock knock. Lo ignoré. Llegué a mi pieza luego del corredor. Encendí la lámpara y me desprendí de toda la ropa. La dejé en un rincón a un lado del mueble del televisor. En la mañana secaría ahí, como también en el primer piso; recogería las rosas y las botaría. Busqué un slip seco y me enfundé en mi pijama.

Sentado en mi cama, con los brazos apoyados en el colchón y cabizbajo. Oí el timbre en siete intentos. Cesó. Sonó el teléfono y percaté que su nota seguía sobre él. Me levanté, la tomé con una mano y con la otra cogí el auricular.

- Escucha. Las cagué feo. Soy un imbécil…tienes que perdonarme. Todo lo hice por ti, estaba inseguro de si me aceptarías de nuevo…prometo que no volveré a ver Jaime, y menos consumir cocaína…por ti estoy dispuesto a tanto, por ti ¡Por favor, entiéndelo! —una exhortación de proporciones— ¡Te quiero, weón! ¡Te quiero! —arrugué su nota con mi puño, la depositaba en el basurero cuando noté que su fotografía seguía ahí—.
- Si tú no eres capaz de sacarte de la basura, nadie lo hará por ti. Yo siquiera quiero intentarlo, ni volver a oírte del otro lado del teléfono…adiós, Alan —tranquilamente tajante—.

Corté y descolgué el auricular. Aparté su foto, la tomé con ambas manos y la desmenucé a ritmo pausado. Dejé los trozos en su origen: ese recipiente con desechos. Derramé un par de lágrimas. Un melódico sonido ahora: mi celular en el bolsillo interior del pantalón tirado. Caminé, me encuclillé y saque el móvil. Era él. Le corté y lo apagué, sin siquiera ver la hora. Lo dejé sobre el escritorio. Apagué la luz, sólo la tenue luminaria ciudadana que se filtró a través de las cortinas. Abrí la ropa de la cama, me introduje en ella. Estaba su olor en las sábanas, en la almohada, hasta lo sentí en mi indumentaria.

Recién allí, allí reventé en agua salada como las nubes reventaban en dulce. Tan estúpido. Le creí. Me dejé engatusar por él. Meses de llorar con su nombre. Meses de tenerlo presente y doliente como una mala operación. Bombear sangre y sentimientos en vano, por un pelmazo que destruye lo que quiere. Jamás debí volver a abrirle la puerta, jamás debí contestar el teléfono. Jamás debí creerle que podríamos tener algo serio. Tropezaba a conciencia con la misma piedra, y lo único que volví a aprender es que Alan es un idiota y las caídas dejan rasmillones punzantes.

Quería odiarlo, pero sólo podía hacerlo conmigo mismo. Me caga a horas de pedirme disculpas. Yo fui el iluso que creí en él. Contratar a alguien para que me siguiera ¿Qué tan lejos llegaría su actuar? En esa delgada barrera de locura y pasión. No podía perdonarlo, debía recordar que tengo dignidad y que tengo límites. De él puedo esperarlo todo, que se acueste con mi enemigo para calmar su sed y pedir sinceras disculpas, pero el arrepentimiento propio nunca será suficiente. Me sentí como un juguete, que alguien manipuló y desecho. No puedo ignorar sus “te quiero”, pero tampoco puedo ignorar los “me quiero”. No puedo sostener la mano de alguien que me soltará en el momento menos pensado.

Entre mi y el aguacero, me dormí.

(continuará)

miércoles, julio 09, 2008

En un frío despertar (11va parte)

No estaba. El rechoncho caballero que oficia de guardia (si es que algo de su fisonomía estaba archivada en mi mente) no estaba en su lugar. Genial. No tendría que dar aviso al departamento de Alan que yo me encontraba ahí. La sorpresa parecía resultar perfecta.

Más apurados pasos. Tenía ansiedad por ver su cara al verme ahí, plantarle un beso y después…después que pasará lo que estimáramos conveniente.

Llegué hasta el umbral de la entrada del edificio. Sí, lo recordaba bien, a pesar de que llegamos a altas horas de la madrugada el par de veces que tuvo el gesto de invitarme a su hogar. Respiré hondo, está vez sería diferente, porque todo lo es. Él, este camino, este caminar. Estaba convencido, él había cambiado. Por fin, por fin se había entendido mi sentir, mi emoción, mi palpitar. Estaba en esta reconciliación donde ambos nos daríamos algo más que la mano, y firmaríamos papeles de tregua con nuestras salivas.

Empujé la puerta y estaba dentro. Movimientos más y estaba en el ascensor. Sonreí al presionar el botón 4. Me miré en el espejado cuadrado elevador. Brillaba: mis ojos, mi cabello, mis dientes. Por un segundo, concluí que subía al cielo. Era la recompensa por mi buen actuar terrenal, o por la sinceridad de los latidos.

Un ding y se abrió la metalizada salida de ese cubo. Unos pasos más y heme aquí. Erguido frente a la blanquecina madera del 404. Mi mano izquierda se deslizó por el estrecho bolsillo de mi pantalón, alcanzó mi celular y volvió a salir. Las 17.51, marcaban el momento. Lo guardé en mi fondillo, nuevamente. Inspiré y pulsé el timbre. Seis segundos y la puerta se abrió.

- ¡Sorpre… —incrédulo ante quién y en qué facha me recibió—
- ¡Damián! —sí sorprendí a alguien—

Eso se escondía detrás de esa escotilla. El chico con quien me acosté la noche anterior, y otro par de veces. El chico con el que comenzaba a salir. El chico con quien, en una nueva oportunidad, intentaba erradicar completamente a Alan. El chico estaba sólo en slip celeste. Sus castaños ojos grandísimos y su nariz irritada en las fosas.

- ¿¡Qué haces aquí!? ¿¡Dónde está Alan!? —entré, inspeccionando el lugar—
- Espera un poco. Cálmate… —pasé por su lado, chocando mi hombro izquierdo con su derecho a propósito—

El living, seguía igual. Los cuadros con los paisajes campesinos. Los sillones y su tapiz bermellón. La alfombra burdeo en juego con las paredes mantequilla. En la mesa de centro, sobre el vidrio y las esquinas de soldaduras de acero: una tarjeta de crédito, una servilleta y cuatro hilos de polvo blanco.

Mi cara hizo una gran mueca, de asombro y poca tolerancia por la cocaína que veía en la sala. Ahora, entendía el estado del olfato de mi reciente portero. Yo seguía sosteniendo firme la botella de vino. Giré y volví a hablarle, notando en sus facciones la confusión y la boca torcida por mi presencia.

- ¡Responde! ¿Dónde está Alan? ¡Alan, Alan! —rotaba mi cabeza de lado a lado, esperando encontrarlo estampado en alguna pared, apareciendo de algún escondite—.
- ¡Por favor, cálmate! —se acercó y con sus manos me agarró por los hombros—.
- ¡Suéltame! —realicé un movimiento con estos para que lo hiciera…lo logré. Fruncí el ceño y proyecté más la voz, se acabó mi calma—.
- ¿¡Qué mierda son esos gritos!? —la voz de quien buscaba se acercaba por el pasillo—.

Ahora, tres en la sala. Alan, en bata negra abierta, también en ropa interior. La misma que yo le quite, y que parecía, no fui el único durante el día. Su cabello desordenado. Me vio, se puso pálido instantáneamente. Combinaba con el color de su ingesta.

- No hay duda que te sorprendí —achiqué los ojos y lo increpé— Quiero saber ¿qué hace él aquí? —levanté la mano izquierda y mi índice lo apuntó—.
- ¿Cómo lo conoces? —abrió aún más sus pupilas y encorvó sus cejas—.
- ¡Yo pregunté primero! —elevé más mi tono—.
- Es un amigo ¿Ok? Un amigo —comenzaba a alterarse, sabía que estaba acorralado—.
- “Un amigo” ¿“Un amigo que trae la droga, y con el que nos desvestimos por el calor”? —seguía apuntado a este chico—.
- ¡No seas exagerado! Sólo es un poco de cocaína —me buscaba la mirada, como si intentará apaciguarse mediante su estancada visión—.
- Yo me largo… —bajé mi dedo puntero y alcancé a dar un paso en dirección a la puerta cerrada cuando Alan se acercó y tomó de un brazo—.
- Está bien, está bien —continuando en su intento de serenarme, convirtió su sonido en algo más azucarado— Deberías darle las gracias a este tipo. Por este tipo hoy llegué a ti. Él es un amigo, y le pagué para que te siguiera. Necesitaba conocer si seguías viviendo donde mismo, si estabas en una relación o tenías algún visitante amoroso. Quería tener el camino libre, me apoyé en eso para volver a buscarte.
- Veo que tu desconfianza y tu actuar sigue siendo tan limpio como lo recordaba
—la ironía fluyó— Pero te informó, “tu amigo” efectúo un muy buen trabajo. Tan bueno que hasta…
- ¡Espera…
—el aludido levantó la mirada y el cráneo para pronunciarse con sequedad— Alan…yo…me metí con Damián. Lo siento.

Pareció que mi nombre retumbó en todo el apartamento. Alan me soltó casi de inmediato y se dirigió, alzando su brazo derecho y empuñando su mano. En esta escena, yo volví a prenderme de la repentina acción. Ví el rostro de este tipo, observaba como el golpe se acercaba a una peca de su mejilla. Reaccioné. Coloqué el licor bajo mi axila izquierda y ahí lo sostuve. Junté mis palmas y comencé a aplaudir.

- ¡Bravo! Weón, es un hermoso show. No sé cuánto te tomó prepararlo —Alan se detuvo y ambos me observaban como si fuera otro elemento decorativo del lugar— Sí, con él me acosté anoche ¿Te cuento algo más? No era la primera vez que lo hacía. “Tu amigo” me pidió mi MSN en la disco hace algunas semanas.
- ¿Cómo chucha me hiciste esto?
—Alan, clavo sus córneas en las de él— Weón, te pagué y…bien. Te explique el por qué perseguía a Damián —no miento, sonó sincero. Su voz se aplacó como sus ganas de golpear—.
- Veo que ustedes tienen que hablar —mi ira sosegada por el tono de quien me hizo feliz hace horas atrás—.

Sentí que se aproximaba la lluvia de nuevo. Con nubes nuevamente en mi vista, tomé el clarucho cuello del vino blanco. Avancé hacia la mesa de centro, y la coloqué al lado de esa persiana de blanquecina sustancia. Encorvado, me llevé una mano al rostro. Inspiré y me sequé las lágrimas que estaban preparadas para caer. Me enderecé y comencé a marchar hacia la puerta, fijando en ella. No quería ver la expresión de ninguno de ellos.

Pasé por su lado. Sólo quedaba una corta distancia hacia la salida de ese tártaro. Alan de nuevo me tomó por el brazo.

- ¡No me toques! —sacó sus falanges enseguida ante la fuerza de mi grito. Mi cuello se acomodó y lo miré directamente— No puedes hacerme nada peor…de hecho, puedes hacerlo. No me quedaré acá para presenciarlo. Sé que “el fin justifica los medios”….pero pagar a alguien para que me siga, y que termine en mi cama y en mi ilusión de superar tu mal recuerdo. Si está es tu manera de querer a las personas, y de quererte…—cambie el foco por el cristal de la mesa y retorné a sus pestañas— es demasiado distorsionada para lo que puedo aguantar. Tomaré lo que pasó hoy como un mal sueño. Como un buen polvo —ahora, miré la céntrica mesa, luego al otro personaje y retorné a él— Como una buena esperanza de que tal vez tendríamos una relación seria, una relación donde sí existiera cariño y sinceridad. Como tu último desastre.
- Pero, por fa… —
un pequeño canalla en una pequeña voz—.
- ¡No me vuelvas a buscar! Disfruten del vino.

Cayeron sincronizadamente dos gotas de lluvia que recorrieron las curvas de mis facciones. Cogí la perilla, giré y abrí. Consumaba la bendita salida cuando el sonido del cierre de la chapa cortó un “Perdóna…”. Ya estaba fuera, apoyado en la blanquecina puerta, sosteniendo aún la manilla cuando comenzó el chaparrón.

(continuará)

miércoles, julio 02, 2008

En un frío despertar (10ma parte)

Bajo una delgada tela azul. Calor, calor. Ahora sí no existían remordimientos, porque no existía cabida en mi mente para ellos. Sólo él y yo. Ningún intruso en nuestra aventura.

Besuqueo era la tónica que resbalaba en nuestros cuerpos, como el agua por cada recovo de estas arquitecturas que volvían a arder. Todo estaba erguido, cada columna en su sitio, con la líder señalando esplendor. Mis manos se deslizaron bajo la sábana y arrastré la prenda necesaria para descubrir el sexo. Repetida acción tuvieron sus manos en la mía.

Primitivos, siquiera sin tapabarros, listos para comenzar la real cacería y la búsqueda de ese tesoro. A pesar de que no conectaba pensamientos, sí sensaciones. Era distinto a los anteriores encuentros, respiraba un aroma mejor que su perfume. Sí, creo, y en este instante, daba fe por la sinceridad de sus sentimientos.

Mis extremidades superiores no dejaban de recorrerlo, pasar por su pecho con tímidos vellos, descender por su abdomen algo abultado para subir por su espina dorsal para entrelazar mis falanges alrededor de su cuello. Sin duda, era un masaje que relaja al ejecutante. Su rutina, tomar con un brazo uno de mis hombros y con el otro acariciar mi ondeado cabello con las yemas tenues de sus dedos.

Sonidos onomatopéyicos que daban cuenta de candor, de pimienta, de sal, de limón y de azúcar en algún punto de la lengua.

Pares de minutos que transcurrieron entre movimientos y distintas uniones. Su destellante mirada aguamarina, su rostro lustroso. Un conjunto que atravesaba la pasión, en esta carretera donde el velocímetro comenzaba a subir…un estremecer y un carnal mordisco en mi lóbulo izquierdo. Momentos después, mi término con una exhalación y profundo beso. La taquicardia comenzaba a bajar.

Lo miré, sonreía, noté que yo también lo hacía. Otro beso, giré y miré hacia la pared, con mis antebrazos recogidos. Cerré los ojos, suspiré. Lo quería, lo quiero. Sí, ya no más dilemas. Su brazo derecho me pasó por encima y se ubico a la altura de mis costillas. Sin volver a usar mis pupilas, percibí sus labios estirados en mi mejilla. Me moví un poco para ajustarme y me quedé ahí.

Gotas, la lluvia que caía en el techo, podía volver a oírla; aunque cada vez más lejana. Desperté de un sobresalto y roté para notar que ya no estaba en la cama. Erguí mi tronco y busqué por toda la habitación algún rastro de él. Salí de la maraña de telas celestinas. Al ubicar la vista al suelo me topé con mi ropa interior. Miraba incrédulo, convencido de lo que había ocurrido, pero sin indicio. Ahí seguía el teléfono, por donde comenzó este encuentro. Pero, algo me inquieto: un cuadrado de papel blanco. Me acerqué y lo tomé. Era una hoja de mi taco para recados, y por la tinta azulina, distinguí que usó uno de los lápices del escritorio.

“Te Quiero…amar.
Nos vemos en mi departamento a las 21:00hrs.
Un beso.
Alan”


Leí seis veces más con emoción la nota. Mi felicidad en una nube alta. Realidad. Caminé hacia el perchero tras la puerta, descolgué la bata y me cubrí. En el mueble del computador residía mi celuluar. Lo revisé para ver la hora: 15:38 y cero llamadas perdidas. Sentí hambre, aparte de pasar la hora de almuerzo, pasó también mi ánimo de salir a comer algo rápido por el mall cercano. Ya no chispeaba, pero seguía el sol oculto. Los cúmulos en matices grises, uno bien pegado del otro, como yo hace algunos momentos.

Descendía al primer nivel de la casa, desconcentrado aún por el impacto de lo que ocurría. Cuando enfoque las córneas hacia delante, encontré otro rastro: al centro de la mesa del living, las rosas en un recipiente de plástico translúcido. Las toqué, aún se palpaban sus pétalos mojados. Sonreí, como si lo que divisaba fuera un conjunto armónico que agradecer.

En la cocina, mientras mordía una manzana tuve una idea: lo sorprendería al igual que él lo hizo conmigo. Recordé que guardaba en la alacena un vino blanco reservado para alguna tranquila noche de oír música en casa. Corrí al baño, encendí el calefón y me bañé rápidamente.

Luego, enfundado en la toalla y la bata estaba en mi habitación, con el televisor encendido a modo de que el drama venezolano de la tarde rellenara de voces agudas la pieza. Siquiera estaba pendiente de quienes emitían exagerados parlamentos, sólo eran compañía bulliciosa.

La ropa, elegida para denotar la preocupación por la cita. Un recto pantalón negro de blancas rayas verticales, un ajustado sweater negro y una parka oscura, al igual que el calzado deportivo. No iríamos a ningún elitista restaurante; aparte, mis planes eran no abandonar los aposentos de él durante la noche. Desodorante, perfume y listo para abandonar mi cuartel. Volví a leer la nota, otra sonrisa, y la dejé encima del teléfono.

Bajar nuevamente al baño, cepillar los dientes y peinar. Ahora el flequillo cubría algo de mi castaño ojo derecho. Me detuve en mi rostro frente al espejo. No me notaba así de alegre desde el día en que le grité a este juez que no volvería mostrarme quebrado por culpa de Alan. “Las vueltas de mi vida” pensé. Se escapó una cortísima risotada.

Desfilé hacia la cocina, saqué la botella de vino, cerré la puerta de la casa, giré la llave en la chapa, me instalé los audífonos, puse play al reproductor MP3 y comencé a caminar con dirección al Metro. El playlist, a los compases de amores concretos y proezas para hallarlo. Algunas cuadras, boletería, andén, vagón, estaciones y estaciones. Miraba a la gente, esperaba que ellos tuvieran dentro de su seria expresión un cuarto de la emoción que me embargaba. Mi punto de descenso, escaleras y estaba en la superficie de una avenida otra vez. El piso lleno de pozas, humedad y frío. Caminando a paso veloz, con mi presente de licor en una mano.

A pesar del tiempo, mi memoria no fallaba en esta oportunidad y recordaba el edificio donde se ubicaba su apartamento. Ahí estaba el blanquecino automóvil en el estacionamiento. Unos pisadas más y cruzaba por la caseta del guardia.

(continuará)